“¿Cómo es viajar en
subte? En 30 líneas”. Vaya consigna para una crónica de introducción. Viajar en
subterráneo es, hoy en día, una experiencia tan íntima que bien se podría hacer
una reseña extremadamente personal y subjetiva. Pero no nosotros, aspirantes de
periodistas, diáfanos a la verdad.
Desde
las escaleras que descienden a las estaciones, el aire cambia. Se vuelve más
dulce, más cálido, más humano. Al poner los pies en vista a la boletería, la
atmósfera cambió totalmente. Somos intraterrestres. Como hormigas, personas
salen por los molinetes rumbo a las salidas (pues hay hasta seis por estación)
en tandas de cuarenta o sesenta. Luego el caudal disminuye. La gente que quiere
ingresar a los andenes se hunde entre la parva de gente que busca ascender y salir
a la luz.
Inaugurada
en 1930, la línea B de la Ciudad de Buenos Aire corre desde Villa Urquiza, con
la estación Los Incas, hasta el correo central, en la estación L.N. Alem, en
“el bajo” del centro porteño. De cabecera a cabecera y en horas pico, el tránsito
de peatones a lo largo de esa ciudad subterránea llega a moverse por sí mismo,
a las velocidades propias de los líquidos más densos. El movimiento perpetuo es
algo que se puede llegar a ver con un lente positivista, pues así es también en
los hormigueros. Dentro, los trenes distan de ser inutilizables, y gozan del
crédito de la gente por sus acolchonados asientos con grandes resortes. “De
todas las líneas, el más cómodo”- opinan algunos usuarios. El recorrido de la
línea (que su empresa publica de 10,15 km) puede llevar entre treinta y cinco y
cuarenta minutos. Mas el viaje incluso se torna grato con la presencia de algún
que otro artista, “trovadores modernos” es lindo pensar.
En
cada vagón uno puede darse el lujo de leer el libro de la realidad y mirar a la
gente que lo rodea. De esta forma, el panorama va a ser una constante: oficinistas
de pie que agarrados de los soportes metálicos charlan sobre su jornada,
estudiantes jóvenes que cuchichean adolescentemente, señoras, señores,
artistas, mendigos, parejas y ancianos. Nada que uno no viera en la superficie,
pero aquí uno tiene la posibilidad de observarlos realmente (si se lo propone).
La presencia de auriculares clavados en sus usuarios es vastísima. Sin embargo,
quizás pueda ser inferior aún a la cantidad de teléfonos móviles que uno puede
apreciar. Tres de cada cuatro personas (de las sentadas) tendrán el teléfono en
la mano, esperando quién sabe qué, dado que revisan su pantalla intermitente.
Es
una aventura. El lado positivo de un viaje sin oxígeno, que sigue prevaleciendo
por ser más rápido que movilizarse sobre la tierra. La parte “hormiguita” que
todos en el fondo tenemos, y que sale de vez en cuando, dosificada y en forma
de rutina.
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